24/09/2022

Los cuentos de Elda


EL MUELLE


Elda Massa 



El muelle era un lugar seguro para Ana. La llegada del barco de las 12.30 la tranquilizaba. El fatigado desplazamiento de las formidables casas, que avisaban: “Volvimos” producía en ella  una rara sensación, parecida a la  alegría. Pocas cosas le permitían experimentar ese goce. Un deleite espontáneo, esperanzado,  desatado por estar en el muelle, por la visión de un barco,  por el sonido ronco de sus sirenas, o por el regreso de alguien.

Algunas veces, Ana caminaba hasta el extremo del muelle, otras se protegía en un bar cercano. Sentada frente a su taza de café repetía su ritual. Contemplaba, quieta, el movimiento de los barcos,  borrando de su memoria el tiempo y las personas. El ruido de las copas, las voces de los marineros pidiendo a los gritos  su bebida, las peleas de los borrachos, el llanto de otras mujeres, no lograba apartarla de sus pensamientos.

Otros atardeceres, incendiados de rojo, u ocultos por una  espesa cortina urdida por la niebla, tampoco conseguían distraerla. Entonces, sola ante el fracaso de un reencuentro esperado,    ya no bebía café, pedía un vaso de vino. Y el vaso de vino se repetía incontables veces.

Gerardo,  de cabello  pelirrojo y manos ásperas de trabajador del puerto la guiaba como a una niña hacia su casa. El rostro de Ana,  encendido por la bebida y ausente de toda realidad, se inclinaba, infantil, sobre su hombro. El hombre murmuraba palabras a su oído y ella sonreía. Un gesto parecido a la felicidad se dibujaba en  su rostro al escuchar el  nombre del otro.

Las horas, los días y los barcos pasaban.  Ana caminaba  por  el muelle. Su cabello y su ropa ondulaban con la brisa y su graciosa figura parecía hacerse más pequeña frente a la inmensidad de las aguas.  Sus ojos, a veces encendidos, otras veces lacrimosos y lejanos a causa del alcohol, seguían la silueta de su niño, de no más de seis años Lo veía jugar, solitario, entre amarras y anclas, alejarse y darse vuelta, buscándola. Luego se le acercaba y confiado ante su presencia  volvía al muelle.

Gerardo, sentado en el bar junto a ella, le llenaba el vaso con vino y le acariciaba la mano. Su  mirada, posada mansamente en el rostro de Ana, trataba de presentir  sus sentimientos y una  mueca esperanzada afloraba en el  rostro del hombre, curtido por el viento y el sol. Sus rasgos endurecidos daban cuenta de un trabajo rudo. El mar era implacable y cada travesía un desafío. Descuidado, cada tanto él también volvía  su mirada   hacia  el muelle,  buscando al niño.

Por largas horas, Ana y Gerardo, caminaban juntos, en silencio. El niño y la bebida  dominaban  la atención de los dos.

Algunas veces, Ana llegaba sola al muelle.  La flor roja y fresca prendida sobre su vestido era la misma que había llevado la última vez que vio al otro. Se la seguía poniendo mientras lo esperaba.  Caminaba ansiosa, aguardando su llegada. Había prometido volver…

 Después, comenzaba el largo desfile de vasos de vino. El tiempo y la bebida le habían hecho daño. De la joven inteligente, de moral incorruptible, ya poco quedaba. Las concesiones otorgadas para recuperar a su amado la fueron quebrantando.

El niño y la esperanza de un reencuentro con el otro, seguían siendo su diaria pesadilla.

En el bar, Gerardo acariciaba la mano de Ana y con una sonrisa apenas delineada ella lo permitía, mientras él le susurraba el nombre del otro.

 



3 comentarios:

  1. Muy bueno! Pero muy triste y angustiante. Todo un tema.

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    1. Si Ada soy dramática por naturaleza y por destino....Pero siempre optimista frente a la vida una experiencia para mi maravillosa. Beso grande

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  2. Muy lleno de imágenes y sentimientos. Genial! Beatriz

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