El muelle era un lugar seguro para Ana. La llegada del
barco de las 12.30 la tranquilizaba. El fatigado desplazamiento de las
formidables casas, que avisaban: “Volvimos” producía en ella una rara sensación, parecida a la alegría. Pocas cosas le permitían
experimentar ese goce. Un deleite espontáneo, esperanzado, desatado por estar en el muelle, por la
visión de un barco, por el sonido ronco
de sus sirenas, o por el regreso de alguien.
Algunas veces, Ana caminaba hasta el extremo del muelle,
otras se protegía en un bar cercano. Sentada frente a su taza de café repetía
su ritual. Contemplaba, quieta, el movimiento de los barcos, borrando de su memoria el tiempo y las
personas. El ruido de las copas, las voces de los marineros pidiendo a los
gritos su bebida, las peleas de los
borrachos, el llanto de otras mujeres, no lograba apartarla de sus
pensamientos.
Otros atardeceres, incendiados de rojo, u ocultos por
una espesa cortina urdida por la niebla,
tampoco conseguían distraerla. Entonces, sola ante el fracaso de un reencuentro
esperado, ya no bebía café, pedía un vaso de vino. Y el
vaso de vino se repetía incontables veces.
Gerardo, de
cabello pelirrojo y manos ásperas de
trabajador del puerto la guiaba como a una niña hacia su casa. El rostro de
Ana, encendido por la bebida y ausente
de toda realidad, se inclinaba, infantil, sobre su hombro. El hombre murmuraba
palabras a su oído y ella sonreía. Un gesto parecido a la felicidad se dibujaba
en su rostro al escuchar el nombre del otro.
Las horas, los días y los barcos pasaban. Ana caminaba
por el muelle. Su cabello y su
ropa ondulaban con la brisa y su graciosa figura parecía hacerse más pequeña
frente a la inmensidad de las aguas. Sus
ojos, a veces encendidos, otras veces lacrimosos y lejanos a causa del alcohol,
seguían la silueta de su niño, de no más de seis años Lo veía jugar, solitario,
entre amarras y anclas, alejarse y darse vuelta, buscándola. Luego se le
acercaba y confiado ante su presencia
volvía al muelle.
Gerardo, sentado en el bar junto a ella, le llenaba el
vaso con vino y le acariciaba la mano. Su
mirada, posada mansamente en el rostro de Ana, trataba de presentir sus sentimientos y una mueca esperanzada afloraba en el rostro del hombre, curtido por el viento y el
sol. Sus rasgos endurecidos daban cuenta de un trabajo rudo. El mar era
implacable y cada travesía un desafío. Descuidado, cada tanto él también volvía
su mirada hacia
el muelle, buscando al niño.
Por largas horas, Ana y Gerardo, caminaban juntos, en
silencio. El niño y la bebida
dominaban la atención de los dos.
Algunas veces, Ana llegaba sola al muelle. La flor roja y fresca prendida sobre su
vestido era la misma que había llevado la última vez que vio al otro. Se la
seguía poniendo mientras lo esperaba.
Caminaba ansiosa, aguardando su llegada. Había prometido volver…
Después, comenzaba
el largo desfile de vasos de vino. El tiempo y la bebida le habían hecho daño. De
la joven inteligente, de moral incorruptible, ya poco quedaba. Las concesiones
otorgadas para recuperar a su amado la fueron quebrantando.
El niño y la esperanza de un reencuentro con el otro, seguían
siendo su diaria pesadilla.
En el bar, Gerardo acariciaba la mano de Ana y con una
sonrisa apenas delineada ella lo permitía, mientras él le susurraba el nombre
del otro.

Muy bueno! Pero muy triste y angustiante. Todo un tema.
ResponderBorrarSi Ada soy dramática por naturaleza y por destino....Pero siempre optimista frente a la vida una experiencia para mi maravillosa. Beso grande
BorrarMuy lleno de imágenes y sentimientos. Genial! Beatriz
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